miércoles, 18 de mayo de 2022

 




Amundsen


Entre las nieblas del Norte,

tan natural,

como el liquen que nace en la piedra,              

así aparece Amundsen.

Hombre curioso,

impávido, sereno, valeroso.

Forjador de rutas, 

abridor de sendas en el hielo,

que se atrevió a bajar la mirada

hacia el raso suelo,

y aprendió de lo salvaje,

de la experiencia de siglos,

de la historia y el bagaje,

de los pueblos inuit,

que miles de años lograron vivir allí,

en las tierras de penumbra,

de la helada y yerma Tundra…

 

Nació tocado por el dedo de la naturaleza

para asumir los mayores retos,

con ambición, valor y entereza,

viajó al mundo ignoto, 

batiendo las fronteras conocidas, 

combatiente y fiel devoto.

 

Desde muy joven,

en sus lecturas descubrió,

que muchos fueron los exploradores

que buscaron con ansia ferviente,

el Paso del Noroeste,

y esa idea se le clavó en la mente.

 

Años después…

 

Con seis compañeros, a bordo de Gjoa,

con las luces del Norte,

y en medio de témpanos hielo

completaron la ruta,

dándole gracias al cielo,

los siete hombres

cruzaron el Paso del Noroeste

y llegaron hasta Nome.

 

El gran explorador Robert Peary se le adelantó.

Dijeron que había llegado al  Polo Norte,

por eso Amundsen decidió viajar al Sur…

 

Al continente blanco.

La Antártida estaba allí,

esperándolo,

como una doncella,

inmaculada,

inmensamente bella,

vestida de impoluto blanco en mitad del hielo…

 

Llegó a La Bahía de Las Ballenas

en el Fram, el catorce de enero de 1911,

con sus hombres y sus perros,            

con el ansia de llegar al Polo Sur…

la ilusión de lograr un sueño.

 

Y lo logró, vaya que sí.

Cruzó las montañas de la Reina Maud

y llegó al Polo Sur el primero,

en su carrera frente a Scott, 

que fue el segundo en llegar...

Scott murió junto a sus compañeros,

de regreso, en mitad del hielo,

y se convirtió en el héroe.

 

Amundsen siguió con sus expediciones,

con sus vuelos sobre el Polo Norte,

por fin se perdió para siempre, 

nunca volvió…

Quedó para siempre en la Historia

el hombre que nació y vivió,

para buscar

las últimas fronteras en el hielo.


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Tristeza

 

En una eterna noche entra mi alma,

en este día,

en que la luz es solo un sueño de cigarras,

de grillos que acuchillan la noche,

que se duermen en el cuenco de mi pecho,

en el hueco vacío

que dejaron las palomas que se fueron

sin rumbo

volando en mitad de la tarde…

 

Recuerdo el ruido de las olas cuando cae la noche,

son como fantasmas que repiten de forma nítida

la voz de los ahogados,

que dibujan en la orilla

una y otra vez las formas de los muertos…

 

Sobre la arena hay una tremenda soledad,

una sensación de perro abandonado,

de farola sin luz

o de cuencas vacías observando a las estrellas…

 

El mundo es bello y cruel a la vez.

La Luna sigue reflejándose en el agua,

pero los perros abandonados

siguen mirando con la misma tristeza,

una tristeza que duele,

que atraviesa como un cuchillo,

el alma,

y quiebra los sentidos…


Las ráfagas de viento levantan la arena,

duele en los ojos el polvo amarillo de los días…

Hay días en que es mejor no levantarse,

la tristeza alza farallones que impiden la visión,

es el plomo que te lastra las alas,

la piedra que te impide volar,

alzar la mirada

para ver los peces azules que saltan sobre el agua.


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jueves, 12 de mayo de 2022













LOS DÍAS


Poco importan ya, la sal o el viento,

en el rincón de la memoria,

los recuerdos

son caramelos en la boca de unos viejos,

vuelos de pardela que atraviesan la noche.

Perdimos el sueño en los bastiones

que guardaban la esperanza,

el zigzagueo de la liebre que atraviesa unos ojos,

sobre el candil de tu sonrisa fundamos la República,

la Democracia que nos dio la libertad de encadenarnos,

la juventud aquella,

que caminaba distraída en pos del ocaso

abriendo la insensata puerta de los días…

No había palafreneros ni sahumerios que nos guiaran

mucho más allá de la codicia del tiempo,

casi dos niños sobre la sal y el viento de la noche,

íbamos campo a través deshojando los días,

las horas verdes,

la ingenuidad de las páginas en blanco,

un lejano batir de alas venía a protegernos del silencio,

la parquedad

de aquel cielo manso y profundamente azul,

mirando sobre nuestras cabezas

como un testigo mudo y solemne.

Apóstatas del tiempo,

fuimos sumando páginas y más páginas

a este libro que escribimos al unísono…

Plácidamente

con la puntualidad de un reloj de arena,

deshojamos el tiempo y la vida en el intento. 


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